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A veces yo me sentía uno más de esos pobres tipos encerrados en el salón del viejo palacete. Me asombraba con ellos de esa desesperante e inexplicable sensación que les impedía retornar a sus vidas, volver a sus pequeños mundos burgueses, salir de aquella sellada y asfixiante sala. Sentía la rabia, sentía la vuelta de esos sentimientos primitivos que reaparecen cuando todas las cosas envueltas en simple hipocresía dejan de tener sentido y vuelve a imperar el toque de queda existencial, la criminal Ley de la selva de la vida.
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