
Compré una mesa de un rojo agresivo y vivaz y una silla azul con pequeñas ruedas negras. Las instalé frente al ventanal de la pequeña sala, puse encima el ordenador, ordené libros, mis nuevos discos de Mozart, las carpetas con mis escritos. Cambié mil veces la disposición de los muebles. Primero hacía una composición, luego me alejaba, observaba de lejos el efecto. Me estorbaba algo, el pico de un pequeño arcón negro que sobresalía insolente, la inoportuna inclinación de una carpeta azul, la imperfecta alineación de los pequeños altavoces con el equipo hi-fi, el borde de una indisciplinada maceta que se escapaba de la línea que dibujaban las losas en el suelo de madera. Arreglaba el desorden, volvía a mirar, asentía o volvía a recomponer. Era un juego neurótico, un deseo de orden estricto, una forma de ordenar pensamientos utilizando aquella obsesiva geometría.
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