
Sabes que siempre he jugado con el dolor, que siempre me ha gustado acariciar su presencia inquietante. Pero lo que vivía en los viejos tiempos no era nada parecido a esto. Creo, llámame loco si quieres, que me acerco por fin a alguna verdad, a una respuesta absoluta lejos de los infantiles y triviales consuelos que ha inventado el hombre para poder seguir levantándose cada mañana.
No te inquietes por mí. Estoy bien, de veras. El barrio es amable, tranquilo. Emana dulzura, una especie de tierna atmósfera que todo lo empapa con pequeñas y constantes dosis de dolor. Es perfecto. Quiero a esta gente.
No sabes, no puedes saber, qué cosas extrañas ocurren en esta ciudad, en este barrio que parece tocado, como yo, por la mano del diablo. La gente se mueve lenta y pesada, como si arrastrase grandes fardos invisibles. Pero esto no les resta dignidad ni les da aspecto, al menos a mis ojos, de seres infrahumanos despojados de todo lo básico para la supervivencia del cuerpo y el espíritu. Muy al contrario, su manera de hablar, de gesticular, de moverse, de contar sus pequeñas y desgraciadas historias les dota de una peculiar grandeza que los hace tiernos a mis ojos.
Se afanan en la supervivencia diaria (He oído que en otras ciudades el alimento llega del cielo, al menos corre ese rumor. Yo no lo creo, aunque en estos tiempos extraños todo puede ser) aunque saben muy bien que es inútil, que nunca saldrán de la Calle Muerte y de sus alrededores. Ni siquiera les importa la marcha de sus míseros trabajos, de sus negocios, lo que ingresan o dejan de ingresar en sus cuentas corrientes. Podría decirse que saben que cumplen una importante misión y que el dolor forma parte de ella, por eso no se inmutan cuando día tras día las desgracias se suceden en sus vidas, como cuentas de un rosario maldito que simplemente dejan atrás con un movimiento de sus dedos cansados.
No te inquietes por mí. Estoy bien, de veras. El barrio es amable, tranquilo. Emana dulzura, una especie de tierna atmósfera que todo lo empapa con pequeñas y constantes dosis de dolor. Es perfecto. Quiero a esta gente.
No sabes, no puedes saber, qué cosas extrañas ocurren en esta ciudad, en este barrio que parece tocado, como yo, por la mano del diablo. La gente se mueve lenta y pesada, como si arrastrase grandes fardos invisibles. Pero esto no les resta dignidad ni les da aspecto, al menos a mis ojos, de seres infrahumanos despojados de todo lo básico para la supervivencia del cuerpo y el espíritu. Muy al contrario, su manera de hablar, de gesticular, de moverse, de contar sus pequeñas y desgraciadas historias les dota de una peculiar grandeza que los hace tiernos a mis ojos.
Se afanan en la supervivencia diaria (He oído que en otras ciudades el alimento llega del cielo, al menos corre ese rumor. Yo no lo creo, aunque en estos tiempos extraños todo puede ser) aunque saben muy bien que es inútil, que nunca saldrán de la Calle Muerte y de sus alrededores. Ni siquiera les importa la marcha de sus míseros trabajos, de sus negocios, lo que ingresan o dejan de ingresar en sus cuentas corrientes. Podría decirse que saben que cumplen una importante misión y que el dolor forma parte de ella, por eso no se inmutan cuando día tras día las desgracias se suceden en sus vidas, como cuentas de un rosario maldito que simplemente dejan atrás con un movimiento de sus dedos cansados.
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