
Dispuse mis cosas ordenadamente sobre la mesa y sobre las estanterías. La calculadora, la grapadora y la taladradora de papel formaban un pequeño grupo de disciplinados comandos en el borde derecho del tablero. Los altavoces del ordenador guardaban, más o menos exactamente, la misma distancia desde los bordes de la impresora situada en el centro. La lámpara, encendida, justo en una esquina, derramando su haz alógeno entre el teclado y la pantalla. Dos libros (La peste y El Extranjero de Camus) rompían estudiadamente la armonía y reposaban inclinados sobre la superficie de la mesa. Finalmente decidí que todo estaba controlado, que nada escapaba a lo que debía ser, que mi estancia guardaba un exacto y prometedor equilibrio.
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