
Pasan camas con niños. Sus pequeños brazos están horadados por agujas, un líquido blancuzco entra en sus cuerpos desde una bolsa transparente que se agita sobre sus cabezas sujeta a una barra de hierro. Algunos lloran, llaman a sus madres que caminan pegadas a las sábanas con expresión sombría.
Otros permanecen sumidos en una calma que me asusta. Solo abren sus ojos grandes de vez en cuando, escanean con aparente calma el mundo gris que se abre ante ellos, parecen no comprender qué les pasa, qué hacen allí, porqué sus madres también tiemblan y se convierten en desmadejadas figuras que caminan como fantasmas apretando con fuerza sus pequeñas manos. Era como si la perplejidad no les dejase mostrar ningún sentimiento concreto. Solo permanecían allí, tumbados, mirando al techo, suspirando profundamente de vez en cuando, sumergidos en su enfermedad, en su estado febril, en aquella inexplicable laxitud que me aturdía.
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